Por Chava Munguía
El trabajo siempre es sinónimo de infortunios y tribulaciones. Mi semana laboral había sido dura, pesada, excesiva, fuera de casa. Varios días en pueblos polvorosos y de forajidos lo confirmaban. Anduve en lugares que a Don Vasco se le olvidó pasar: Nueva Italia, Arteaga, Infiernillo. La noche del sábado creí que el destino tomaría un mejor camino. No fue así. Cuando cayó el tercer gol del Santos, confirmé que la vida era ingrata, muchas veces injusta y siempre miserable.
La derrota del Morelia presagiaba otra noche amarga y dolorosa. No creo en los milagros y la esperanza es una palabra vacía. Como no tenía intenciones de seguir flagelándome, apagué el televisor sin importar el reclamo de mis invitados. Éstos se retiraron con caras largas y mal humoradas. Mi madre me pidió que la llevara a su casa. Le pedí que antes brindáramos por los derrotados, por los perdedores, por Leonard Cohen que era lo único que sonaba tan bien a esas horas. Sin embargo, ni el whisky, ni Cohen, ni la compañía de mi madre logró mitigar la tristeza, la apatía, mi cansancio.
El reloj marcaba las 2:30 de la madrugada cuando mi madre me pidió por segunda ocasión que la llevara a su casa. Se me hizo una insensatez el favorcito de mi madre, pero no dije nada. Nos deslizamos en el chevy guinda 2005 por avenidas y calles. Cruzamos vías de tren, esquivamos topes y pozos. Llegamos y nos despedimos cariñosamente. De regreso, un poderoso sueño se apoderó de todo mí ser. Suelo dormir poco y mal. De día padezco narcolepsia y de noche insomnio… aunque no siempre. Esa noche, un sueño arrollador hacía que se me cerraran los parpados, no había obstáculo que lo superara. Ni siquiera el volante. Parpadeé en el primer semáforo. En el segundo. En el tercero, unos desalmados me despertaron con un claxon escandaloso. Bajé las ventanas para mentarles la madre y para tratar de alejar la somnolencia. Mastiqué un chicle de hierbabuena. Respiré hondo. Canté en voz alta. Nada. Manejaba dormido. Hablaba con espíritus de otros mundos. Quise descansar unos minutos en una calle cualquiera. Un taxi con tres tipos se estacionaron muy cerca de mí. No me dieron buena espina. Si en el día somos fingimiento, por las noches somos los monstruos que siempre hemos sido. En la noche es más fácil reconocer un cazador que una presa. No hay que ser perito para saber que yo era la presa. Encendí el chevy guinda 2005 y avancé. Lo mismo hicieron ellos. Pisé el acelerador. Lo mismo hicieron. Di vuelta a la izquierda, después a la derecha, vire por aquí, me desvié por allá. Lo mismos hicieron ellos. ¡Malditos, me habían quitado el sueño!… No había tiempo de hacer llamadas. La policía a esas horas duerme, los otros son espectadores del delito.
Aceleré hasta el fondo sin mucho éxito, venían olfateándome la nuca. Le metí la tercera, después la cuarta y por último la quinta, intenté repetir el procedimiento cuando un coche abandonado se interpuso en mi camino. El impacto fue devastador. No había a donde escapar. La liebre a merced de las aves de rapiña.
Mientras mi cabeza estaba incrustada en el parabrisas, lo único que recordé fueron los cachetes sonrojados de Nico, mi hijo. Enseguida los malandrines me bajaron del auto. Uno se puso al volante. Los otros vigilaban. El chevy estaba inservible y no pudieron llevárselo. Me subieron a su auto. Dentro, volví a entrar en penumbras. No soñé nada. Tuvieron la mala educación de volverme a despertar. Uno de ellos apuntaba mi cara ensangrentada con una pistola del tamaño de la mano de un enano. Les di mi cartera, el reloj y mi celular. Me gritaron, me insultaron, me amenazaron. Me reí de ellos. Recibí una cachetada de una mano sudada y cobarde. No sentí miedo, no sentía nada. Me bajaron. Caminé sin dirección alguna. Una patrulla se acercó para “cerciorarse” si todo iba bien. “Todo bien” -dije. “Y esa sangre”, “me caí en una coladera”, contesté y seguí mi camino. En la plaza Carrillo tomé un taxi. Le pedí al chofer me llevara al lugar del accidente. El chevy estaba desecho por fuera, saqueado por dentro. Algo me perturbaba, ¿dónde carajos estaba la maleta de Nico?, ¿qué harían unos asaltantes de pacotilla con pañales, biberones, baberos, sonajas, chupones?, ¿con qué derecho se llevaban la carreola con la que mi hijo sale a pasear a los centros comerciales? ¿Qué sentimientos gobiernan las cabezas de estos hombres? … Me sentía totalmente destruido y vulnerable…
Eran las 4 de la mañana. Antes de ir al hospital fui a casa a pedirle una disculpa a Nicolás por no haber sido capaz de rescatar sus cosas. Hizo pucheros cuando lo desperté y la vida volvió a cobrar sentido y dirección. Después me fui al hospital civil. Llegué al área de urgencias y me sentí ridículo. Caminé entre balaceados, acuchillados, zombis, tuertos, cojos, moribundos. A mí solo me dolía un poco la cabeza y el cuello. Tenía vidrios diminutos enterrados en la frente que no me molestaban pero que tampoco eran estéticos. En realidad, lo que me importaba era el reporte médico, no tenía ganas de trabajar la semana entrante y necesitaba una justificación.
Dos jóvenes enfermeras me limpiaron la frente, extrajeron con mucho cuidado los vidrios enterrados, después me tomaron la temperatura y por último revisaron los niveles de glucosa. Para entonces, unos hilitos muy delgados de sol comenzaban a salir. Ante la falta de espacios, me sentaron en una camilla con una señora vieja que no dejaba de quejarse. Me pregunté por qué no había acudido a un hospital particular. Despejé mis dudas: preocuparse demasiado por la salud personal es vanidad absurda.
Una enfermera morena y de malos modales me pidió que me bajara el pantalón. Me negué rotundamente. “No le estoy preguntando, bájeselo o se lo bajo”. Una aguja se introdujo en lo más recóndito de mi nalga derecha. Fue como si me hubieran inyectado una ponzoña venenosa. Lo acepto, soy un cobarde y las inyecciones me producen escalofríos. Enseguida me mandaron hacer radiografías en cuello y espalda. “Tiene usted una rectificación en columna y un esguince en el pescuezo”, dijo el doctor como si se refiriera al averío de un vehículo viejo. “Le vamos a poner este collarín rígido”. Me faltarían palabras para describir el dolor que sentí al tener ese artefacto conectado al cuello. Estuve en “observación” el resto del día. El dolor no cesaba y los mareos eran insoportables. Por la noche del día domingo fui dado de alta. Me sentía aun mareado y torpe. Maldije a los asaltantes y a las madres que los parieron. Maldije al equipo Morelia. Maldije el instituto donde trabajo. Maldije al cielo.
Llevo cuatro días en “reposo absoluto”. Soy una molestia para todos. Un cuerpo inútil y bueno para nada con un collarín en el pescuezo que me impide voltear a ver mujeres hermosas. Lamento no poder cargar a Nico… La pregunta es: ¿hasta cuándo?, los charlatanes o los doctores –es lo mismo- dicen que por lo menos un mes…carajo, odio este puto collarín.