Publicado por Johann Wolfgang von Goethe en 1774, La tragedia del joven Werther ocasionó, según algunos detractores de la época, la imitación por parte de algunos jóvenes parisienses de la manera de vestir del personaje central pero, también, del suicidio romántico llevado a cabo por éste en la novela. A tal fenómeno se conoce generalmente como Werther Fieber o The Werther effect.
Pues bien, por algún tiempo yo fui lector de Goethe. Leía incansablemente desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche y dejaba de leer no porque quisiera sino porque mis ojos ya no soportaban la lectura. Hay que hacer notar que muchas veces ocurre que la voluntad se desprende del cuerpo, uno quiere seguir haciendo algo para lo que nuestro cuerpo ya no rinde más.
Leía La tragedia del joven Werther que, como es sabido, trata del suicidio de un joven, el joven Werther, por la razón que un amor no correspondido le otorgó. Werther se había enamorado de una joven de nombre Charlotte, quien estaba ya comprometida con el afortunado Albert. Así que, como ustedes, queridos lectores, se podrán imaginar, por aquellos días rondaba por mi mente el suicidio de aquel buen hombre, víctima o héroe, del amor romántico.
Al mismo tiempo estudiaba en la facultad de psicología –donde generalmente se psicologizaba todo-, y tuve la suerte de ser yo una especie de objeto de observación por parte de un grupo de estudiantes de élite denominado “grupo de psicología transpersonal”, que se encontraba abocado al estudio de diferentes enfoques para tratar y prevenir el suicidio en personas depresivas. Estaban en clase y me pidieron que les ayudara yo un poco a fungir como un entrevistado en una “entrevista psicológica”.
Accedí, aunque debo decir que con un poco de desdén pues, aunque yo estudiaba psicología, en realidad muchas de las cosas que se hacían en nombre de aquella disciplina me parecían absurdas y carentes de sentido cuando no esencialistas y bastante deterministas sin mencionar que, muchas veces, se utilizaban instrumentos de medición cuyos parámetros y estándares no coincidían con la media del país.
Como sea, me llevaron a una cámara de Gessel que, en realidad, se trataba de un salón al que le habían adaptado un vidrio que dejaba ver a los espectadores. Nos esperaban ya en la cámara, impacientes, el resto de la clase. Al entrar, me sentí como si fuera llevado a un caldero alrededor del cual, algunos seres antropófagos, babearan como perros de Pavlov al ver entrar a su víctima, prestos a diseccionarla con los instrumentos que la materia de “psicodiagnóstico clínico” les había otorgado.
Me sentaron al frente e inmediatamente después entró mi entrevistadora, una chica de séptimo semestre a la que ya había visto antes en la facultad y que se jactaba de poder leer tu futuro, tu presente y tu pasado –incluyendo el de tus padres, tus abuelos y bisabuelos- usando solamente Tres ensayos de teoría sexual, El proceso de convertirse en persona y unas frases de constelaciones familiares de Bert Hellinger además de un juego de cartas que llevaba consigo para todos lados.
Se sentó frente a mi viéndome con desdén. Por aquellos días yo usaba el pelo largo y, seguro, apestaba a cigarro sin mencionar que hacia días que no me cambiaba de ropa y con mucha seguridad mis tennis, mugrosos y rotos, le habrían causado la impresión de que más que entrevistar a un alumno del módulo de psicología social se trataba de un indigente del centro histórico.
Me preguntó mi nombre. Le dije que me llamaba Carlos Castaneda a lo cual respondió asintiendo y anotando en su libretita psicoanalizadora. Supe entonces que era alguien que no leía demasiado y que en realidad se trataba de alguien a quien quizá le pude decir que era yo Don Juan Tenorio y lo mismo hubiera ocurrido o que quizá también el nombre del entrevistado, para tan prestigiada prestidigitadora, era lo de menos.
Luego, cruzando la pierna, me preguntó con qué frecuencia pensaba yo al día en el suicidio (ojo: no me preguntó cuántas veces pensaba yo en suicidarme al día, que no es lo mismo), a lo que respondí que con mucha frecuencia. <¿Más de tres veces al día?> Volvió a preguntar. <Sí> –respondí yo mientras sacaba, inútilmente, un cigarro de la cajetilla de rojos-. Anotó, con un ademán de preocupación clínica en su libretita mientras asentía mirando el suelo y tocándose la barbilla de una manera que hacía notar a los demás la gravidez de mi situación.
Ante cada movimiento (imaginen veinte alumnos viendo de un lado a otro según el orden de interlocución), la entrevistadora y los espectadores hacían anotaciones y elucubraban relaciones con Edipo y Electra: se encontraban elaborando un caso clínico, o sea: yo. A su vez, yo me sentía cada vez más incómodo pues me di cuenta de que era el conejillo de indias de estos estudiantes de psicología de la tercera fuerza pero, ante tal sensación de incomodidad era obvio que tampoco tenía tan malos modales –con mi apariencia bastaba- como para pararme y dejarlos allí, con su ansia de aprender a diagnosticar a un potencial suicida. Aguanté. Al terminar la entrevista me dieron las gracias, salí al patio a seguir leyendo La tragedia y ellos creyeron que iba a suicidarme.
Moraleja: no siempre que alguien piense más de tres veces en el suicidio significa que quiera suicidarse, muchas veces quizá se pueda a tribuir al hecho de estar leyendo, empecinadamente, La tragedia del joven Werther.