ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga
Dios sí perdona, el tiempo no, es el nombre de una de las canciones más célebres de la Sonora Santanera, en la que el sujeto lírico declara que si tuviera otra vez veintitantos años volvería a hacer las cosas que ya hizo: caminar las mismas calles, brindar por las muchachas del barrio y emborracharse de copas y de besos; pero, como él mismo menciona, el pisar “nubes de ilusiones y de sueños” era justamente el significado de ser joven, y en la soledad que impera ante la proximidad de la muerte, en su “… frente cansada / sólo están los recuerdos…”, recuerdos como hechos de aire.
Este sentido trágico recorre la vida anímica del mexicano. Los archiconocidos grabados de Guadalupe Posada quizá no sean tan alegres como creemos. Se ríe de aquello a lo que se le tiene terror como una forma de catarsis cuando ya no hay más explicaciones posibles, se infiere de algunos textos de Bajtin; pero para qué acudir al crítico ruso, baste con ver algunas películas de la época del cine de oro para darnos cuenta que el movimiento, irremediablemente, lleva implícito “el grano, en apariencia inocente, que al final termina inflamando la tragedia”, como indica la cuentista Inés Arredondo.
Incluso, desde los inicios de la literatura occidental, se sabe lo que la Sonora Santanera trasluce en su canción: ni siquiera Zeus, rey de los dioses, puede arrancar a su hijo Sarpedón de las garras de las tres hilanderas; la muerte es implacable aun con los inmortales (Ilíada, canto XVI). A su vez, cuando Ulises baja al inframundo en busca de la sombra de Tiresias, se halla en el camino con el héroe más poderoso del ejército aqueo, Aquilés, el de los pies ligeros, a quien, aunque huésped de las regiones infernales, halaga por seguir gobernando sobre los hombres: “No me hables con dulzura de la muerte, glorioso Odiseo. Preferiría servir como perro a otro antes que ser el señor de los muertos que han perecido” (Odisea, rapsodia XI), responde la sombra del héroe al visitante.
Pero éste parece ser el sentido trágico de la vida, porque es el sentido trágico de la muerte. Una vez, el escritor zacatecano Alberto Huerta, más por tristeza que por convicción, decía que su fin estaba cerca y que lo único que le quedaba era morir con dignidad; no sé a qué se refería eso de “morir con dignidad”, pues un hombre así todavía tendría mucho que enseñar a otros, viviendo con tan alta dignidad como vive. Pero, como un amigo comentaba el otro día, quien habla de no arrepentirse de lo que ha vivido quizá no esté tan seguro de lo que afirma. ¿Es que estamos condenados a anhelar detener el tiempo?
Las palabras por las que Dios perdona a Fausto en su lecho de muerte, luego de haber vivido tanto tiempo inclinado hacia el mal, son tan sorprendentes como características del espíritu humano: “¡Querría poder ver ese afanarse, estar con gente libre en suelo libre! ¡Querría yo decirle a este momento: Détente por favor, eres tan bello!” Parece que Dios perdona a Fausto por ser hombre y creer que puede detentar todas las posibilidades de la vida, semejante a aquel que le absuelve.
No obstante, está el caso contrario, el de un hombre ––que no es Amado Nervo–– en paz con lo que hizo en su día: “Yo, a quien Apolo alguna vez ha visitado, / o fingió visitar, ahora, al acabar mi día, / deseo el descanso; no conocer / el cansancio de los cambios; no ver / a las inconmensurables arenas de los siglos / beber de la blanqueante tinta, ni escuchar / la música ahogada por el estrépito de las generaciones”.
El poema es de Louis Stevenson; ojalá los dioses quieran que el PRI le haga caso a él y no a la Sonora Santanera…