Cannes, acaso el mayor festival cinematográfico del mundo, concluyó con la película Cómprame un revólver, la tradición de dos décadas que se caracterizó por tener una constante presencia mexicana, refiriéndonos solamente a las películas que se eligieron para competir en el festival ribereño.
Esta tradición de películas mexicanas compitiendo en Cannes empezó en el año 2000 con Amores Perros, de Alejandro González Iñárritu, abriéndose paso a golpes con un cine poco común en México hasta entonces. Ese estilo y narrativa presumía cortes rápidos, historias entrelazadas, agilidad y espectacularidad automovilística, ritmo «trepidante» y mucha música. La vida comercial de Amores Perros inició con el Gran Premio de la Semana Internacional de la Crítica, una sección paralela de Cannes. La capitalización de ese éxito y una campaña publicitaria y de relaciones públicas los llevó a una nominación al Oscar como mejor película extranjera.
Así, con Amores Perros se terminó la era Ripstein, quien había monopolizado Cannes durante los años noventa con La mujer del puerto (1991), La reina de la noche (1994), El evangelio de las maravillas (1998) y El coronel no tiene quien le escriba (1999) y empezó el nuevo milenio del nuevo-nuevo-nuevo cine mexicano. Así es la vida (2000) fue la última película que Ripstein exhibiría en competencia en Cannes.
Vinieron entonces dos décadas y presenciamos el nacimiento cinematográfico de Michel Franco, Carlos Reygadas, Amat Escalante, Ernesto Contreras, así como la consolidación de González Iñárritu y Guillermo del Toro como los cineastas más poderosos del siglo XXI, junto con Alfonso Cuarón. En veinte años, fueron 24 películas las que compitieron en alguna sección de Cannes. Ha sido, probablemente, la mejor época para el cine mexicano, después de la sonsoneteada época de oro. Empero, este 2019 no tuvo cierre con «broche de oro», ya que ninguna película fue elegida para competir en Cannes. Por ello, Cómprame un revólver es la última película que se encarga de cerrar estas dos décadas de tradición México-Cannes.
Decía Chavela Vargas que los mexicanos nacemos donde se nos da la chingada gana. Parece aplicar a Julio Hernández Cordón, quien nació en Raleigh, EUA, pero tiene ascendencia guatemalteca y mexicana. Tal vez porque nunca queda del todo claro si ha vivido la mitad, una cuarta parte o dos terceras partes de su vida en México. Lo cual tampoco importa, porque los mexicanos vivimos y nacemos donde se nos da la chingada gana. Julio estudió cine en el Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) y antes de esta nueva película dirigió los largometrajes de ficción Gasolina (2008), Polvo (2012), Te prometo anarquía (2015) y Atrás hay relámpagos (2017).
En entrevistas, Hernández Cordón ha mencionado que buscaba explorar la relación entre un padre y una hija en esta película. Y en ello radica su primer jonrón. Para este nuevo universo, importan más las relaciones que son bálsamos para el entorno agreste. El padre-director Julio entiende ese amor. El músico-actor debutante Rogelio Sosa lo sabe escuchar. Así le ponemos la primera palomita a la película. Pero el entorno sigue siendo entorno, y no estamos abajo de las sábanas, porque el mismo relato nos las ha jalado.
Entonces el latinoamericano vuelve a ser cronista de su (nuestra) pobre realidad. No puede quitarse (y no quiere, seguramente), esta necesidad de hacer lo que Rancière llamaría la potencia del aparato cinematográfico, que sería, resumido en pocas palabras, crear «conciencia» después de exhibir una película. Acaso, la mayor lápida del cine de arte mexicano en estas dos últimas décadas. O su mejor sello para las ventas internacionales. Así, las influencias en Cordón de Twain, Golding, Miller o Lucas desaparecen. El entorno sigue siendo entorno. El autor integra sus influencias, pero no hace homenajes. No es Tarantino después de haber leído a Paulina Kael. Es alguien que cree en su instinto, aunque su instinto casi no lo salva.
Hernández Cordón, se convierte pues en el mexicano no mexicano que cierra dos décadas que empezaron con peleas de perros, asesino a sueldo disfrazado de pordiosero y una modelo que se queda sin un miembro. Irónicamente, las dos décadas empezaron con una película en la Quincena de realizadores. E irónicamente, en Cómprame un revólver un niño busca su brazo cercenado.
El universo Cordón tiene una espada hechiza que brilla pero no ilumina. Tiene máscaras que no sabemos para qué funcionan realmente. Tiene humo morado, calzoncillos y lentes a lo Breaking bad. Un estadio de beisbol que sirve para acentuar la soledad. Una estridencia que hace péndulo entre el crack y el amor a los hijos. El universo de Hernández Cordón pareciera querer no deshacerse de la sentencia social, del gusto tipo Vice por la violencia, y al mismo tiempo recitar un fragmento de García Márquez mientras olemos la sangre. La mucha sangre. Querer pero no querer. Un limbo de los que desesperan.
Sin radicalismos como en otras geografías del mundo. Hernández Cordón es más latinoamericano que muchos compatriotas y por eso un plano parece de izquierda y otro de centro. Pero no responde dudas que se quedan en el camino. ¿Para qué sirven las cadenas? ¿Por qué un campo beisbol? ¿Qué chingados van a hacer unos músicos en una fiesta que ya tenía música? Además de un enorme escenario con luces y bocinotas.
El universo Cordón parece que va a medias, con esporádicos trazos de belleza. En suma, Cómprame un revólver muestra una entrañable relación que no veíamos desde Alamar (González Rubio, 2009) y exhibe destellos prodigiosos y elegantes, como un hermoso planosecuencia cenital o una niña que nos gana sonrisas y aliento cortado, pero desbordada y abandonada. Y es que en Hernández Cordón, la filmografía avanza con la propuesta de un universo a medias.
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