Por Lenin Cardozo
Durante los nueve siglos de su máximo esplendor (IX-I a.C.), los antiguos griegos dividieron su espacio geográfico en cinco niveles de acuerdo a su labor productiva: las costas para el comercio marítimo y la pesca, las planicies para el cultivo de cereales (trigo, cebada), las lomas y collados para la ganadería (vacuno poco, pero sí mucho caprino y ovino), los valles para la horticultura y frutales (privilegiando el de la vid), los grandes bosques para el agua: sin agua y lo sagrado. Al respecto, los helenos desde siempre supieron del indisoluble vínculo entre la vegetación y el agua: sin agua no hay verdor, sin la floresta no hay fuentes, ríos, quebradas. Sus bosques eran sagrados. Restringían la tala de la fronda periférica a lo indispensable, la caza únicamente como obtención de comida para la familia.
Sus bosques estaban bajo el amparo de una poderosísima diosa: Àrtemis y un cortejo de divinidades en torno a ella. Àrtemis, una de las diosas del Panteón helénico, hija de Zeus y Leto, hermana del dios Apolo. Es la diosa protectora de la fuerza vegetativa. Tiene poder sobre los árboles, las aguas –fuentes, estanques, ríos–. No tiene relación con las ciudades. Diosa virgen, su atributo es el cuidar los bosques, los animales silvestres, además de su corta indumentaria (semiclàmide y sandalias) portaba un arco de oro con sus flechas mortales con los cuales castigaba a los impíos quienes ultrajaban el bosque.
Su cortejo lo integraban un coro de ninfas de diversas procedencias: las Náyades de las aguas, las driades y hamadríades, ninfas espíritus de los árboles, ninfas oreiades o de las montañas, ninfas melìades (de los fresnos), acompañadas además por una manada de perras. Aparte de vigilar, cuidar las selvas también le gustaba el canto junto a la danza en coro, solo con las divinidades de su cortejo ya mencionadas.
Calimaco, poeta griego de Alejandría (S. III a. C) comienza su himno a Àrtemis con estos versos:
“Cantemos a Àrtemis
pues no sin pesadumbre la olvida quien cante.
Salud poderosa a quien placen el arco de oro,
la caza de liebres,
danzan junto a un coro
en el corazón de las montañas,
y concluye:
Salud, Diosa toda poderosa
acoge con benevolencia mi poema”.
Diana, la diosa romana latina de la flora y de la fauna silvestre
El pueblo romano-latino durante sus tres largos periodos histórico-políticos, el de los reyes, la República, el Imperio (S. VIII a.C. – S. III d.C.) siempre consideró a los bosques, las selvas, las florestas, cuales recintos sagrados. Solo en la periferia de estos gigantes vegetales se permitían la caza para comer, la tala para requerimientos domésticos –casa, utensilios– el agua para beber. La diosa vigilante de los bosques se llamaba Diana: Ella la llamaban Dea silvarum, Dea ferarum: Diosa protectora de la flora, de la fauna silvestres. Su culto se ubicaba fundamentalmente en la región del Lacio, pero también en Estruria y Campania (el centro de la península Itálica). El templo más famoso de Diana estaba en el corazón de los montes albanos, en Aricia, junto al lago Neomi, en medio de un espeso bosque, allí se le llamaba Diana Nemareusis (Diana de los bosques).
Diana había nacido de la unión de Júpiter y una divinidad llamada Letona. En Roma el culto de Diana tuvo gran importancia, había varios templos consagrados a la Diosa, pero el más famoso era el del monte Aventino construido en común por los Romanos y sus aliados con el fin de poner bajo la protección de Diana la antigua confederación de las ciudades del Lacio, la cual reconoció a Roma como su capital.
La inmensa importancia del culto a la diosa Diana dio origen a una enjundiosa investigación antropológica contemporánea rotulada en castellano (1944). La rama dorada del historiador, filósofo de las religiones occidentales, del irlandés Sir James George Fraser (1854 – 1941). Demuestra Fraser la esencial relación entre esta divinidad de la antigüedad clásica y la selvacidad, es decir, el culto sagrado, religioso a los bosques como fuentes originarias de la vida y generadores de energía espiritual. En ellos, en las florestas, reposan las fuerzas sagradas de la naturaleza garantes de la existencia de lop vegetal, de lo animal, valga decir de la vida.
Antes de científico estudio de Fraser, los poetas latinos así lo habían entendido. Se copia al respecto una estrofa de la oda XXXIV de libro Carmenes del poeta Catulo (S.I a.C.)
“(…)
porque dueña de montes fueras
y de verdes selvas
y de recónditos bosques
y de sonoros ríos”.
(…)
Finalmente, estas diosas señalaban al humano algo trascendental para la vida en el planeta: no hay nada más impío que destruir los bosques y su forma silvestre, de donde nacen las aguas, fuentes de vida, pero además la energía de la existencia. Con ello se demuestra, pues, que la preocupación ecológica de nuestra raza, “la más humana”, tiene ya cinco mil años.
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