Hace un par de años, antes de la pandemia, de vivir encerrado, de las excusas para no verse con los amigos, asistí a una charla en Palacio Clavijero.
Era una sala entonces considerada pequeña y ahora con el distanciamiento social rebasa el grado de diminuta. Aun con el poco espacio y sin señal de teléfono, nos reunimos ahí algo más de cincuenta personas, todos para oír una entrevista de tres escritores (Raúl, Francisco y Víctor) quienes pontificaban sobre la necesidad de leer.
Víctor mencionaba que las nuevas generaciones no leen, incluso dando a entender que estas generaciones mantienen lento su pensamiento. Los otros dos encontraron, entre temas futboleros, chismes culturales y recomendaciones de libros, una forma de diversión.
Cuando llegó la etapa de preguntas, la que usualmente se vuelve un momento incómodo ante la seriedad del foro, el silencio duró solo unos minutos, luego uno se animó a preguntar, después otra persona y, ante el ánimo, yo pregunté también.
La pregunta que hice se advertía fácil, es de esas preguntas que se hacen para seguir la conversación y no terminar diciendo «¿qué clima tan loco, no?», y que la otra persona conteste «ey».
Aun con la naturaleza de la pregunta, realmente me interesaba saber la opinión de los tres acerca de la sobrevivencia del libro en un mundo de recursos digitales.
Sucede que cuando hablamos de leer siempre nos llega la imagen mental de un libro, pero no de cualquiera, jamás se pensaría en el libro de biología de primaria, no, pensamos en un libro de pasta dura, encuadernado con piel y con hojas ahuesadas.
Es verdad que ya no se utilizan esos tipos de libros, que salvo contadas imprentas artesanales de la zona ya no se utilizan letras de plomo. Ahora la impresión digital gobierna la literatura.
Los tres coincidieron en su respuesta. Podrán extinguirse los periódicos, revistas, suplementos culturales en papel, pero el libro no morirá.
Coincido con ellos. Los medios digitales tienen miles de mundos y posibilidades, pero el libro huele bien, y ni el más ingenioso de los galanes le ganaría a alguien que es de limitada conversación, pero que huele bien.
En realidad el conflicto que me impide atender a los clientes de la farmacia en la que trabajo ahora no es si los libros seguirán existiendo o no, mientras haya abedules que talar habrá libros que imprimir. En realidad, lo que me trae el recuerdo de aquella entrevista es otra pregunta: ¿qué lee un lector cuando las lecturas sobran? Y es más, cuando digo lector me refiero solo a aquellos novicios que desean leer algo, pero se encuentran con trabas en el camino. Esto no es un catálogo de lecturas y autores, sino de problemas a los que un prospecto de lector se enfrenta al embarcarse sin brújula ni velas.
Pongo aquí una regla provisional que si quieren pueden olvidar cuando se decidan por abandonar este texto. Las personas leen para divertirse. Ya sé, es arriesgado, mis alumnos de Taller de Lectura se me echarían encima si les dijera lo anterior, pero hago también una advertencia. Me refiero a que las personas escogemos la lectura porque nos apasiona, nos divierte este recurso, para aprender aritmética también existen los videos.
Consecuentemente, si una persona va iniciando a leer, lo más probable es que le acerquen un libro de Paulo Coelho o de Jordi Rosado, y si le gusta no estará mal. Es posible también que haya otros que le acerquen a El Quijote o La Ilíada (aunque ante el precio de los libros quizá se decante por la versión gratis de gobierno: La Ileada), y no estará mal, si le gusta.
TE PUEDE INTERESAR
El problema real surge de los riesgos que existen al acercarles libros de tal intensidad (ya sea mucha o poca) a los jóvenes que se inician en la lectura, que no saben si les gusta leer, que están en el horizonte de sucesos que da la literatura. Una madre abnegada que ya ha leído muchos rosarios erigirá a Carlos Cuauhtémoc segura de que se va a llenar el espíritu (y el de su pobre hijo adolescente que seguramente sufre, pero no lo dice). Por otro lado, un físico quizá escoja alguna de las breves historias de Hawkins y tendrá el mismo entretenimiento.
Quizá haya quien se atreva a decirle a un niño que lea a Nitzche o a Sartre, y puede que el niño lo haga y no entienda ni papa, o tal vez le dé la náusea de inmediato, pero la diversión puede que se haya quedado de lado, y si no le va a divertir en la lectura, ¿para qué carajos leer?
Empezar a leer es entonces un acto de valentía, porque es arrojarse a un océano del que no conoce su profundidad y no ve horizonte ni tierra firme (el paraíso de los terraplanistas). Quizá no sepa por qué, pero puede que le digan «tienes que leer a Vargas Llosa antes de morir» o aseguren «Rayuela es una lectura indispensable para la vida» y siguiendo esas premisas se esfuerce y luche contra Morfeo para lograr seguirle el hilo a dos melosos desenfrenados y quizá llegue a una conclusión muy sencilla: “sí me puedo morir sin leer a ningún Nobel”.
Es posible también que tenga que unir su opinión con la de los demás y acabe por asegurar que «Carlos Fuentes es muy dinámico», aunque usted haya dormido soñando que veía un anuncio en el periódico que se acoplaba justo a su persona.
Por otro lado, he notado que me hago viejo, pues cuando escucho a gente más joven que yo diciendo lo tremendamente aburrido que es García Márquez o Ibargüengoitia me pongo todo histérico, aunque yo dijera lo mismo de Alfonso Reyes, por ejemplo.
Ahora bien, si se encamina por la lectura como aficionado, y le pide un consejo al maestro de literatura en la prepa, tendrá que chutarse cómo fue la vida y muerte de un ruso que lo pierde todo, y que tiene frío (lo que resume en gran medida a la literatura rusa). El maestro de literatura no dudará en descartar la versión resumida de una epopeya como lo es La Eneida. Le harán temer con los cantos de una comedia sin risas sobre el infierno y muchos cielos.
No faltará, lector, quien le diga que no es bueno leer a autores locales, por aquello de “la limpieza mental” y acabe por creerlo. Jamás encontrará a la altura los cuentos de Pacheco en comparación con los de Guy de Mapussant, le dirán también que El guardián entre el centeno es la versión original de La tumba.
Puede ser también que lo que le acerque a la lectura sean sus emociones, tengo un amigo que leyó tres veces el Ensayo sobre la ceguera solo para tener tema de plática con una chica. Todo consejo es válido, desde que le recomienden a los Premios Michoacán de Literatura hasta los Alfaguara, que le idealicen a Rubén Romero. Absolutamente todo se vale mientras den una dirección, pero, tarde que temprano se encontrará con Camus y sabrá que la dirección no era auténtica. Ninguna lo es. Que no había un fin real al leer, que nada en un mar que cada vez es más grande; que no tiene salvavidas ni tiempo ni dinero y, a veces, ni ganas.
Y, si sobrevive a eso, encontrará entonces qué leer. No tendrá por qué doblar la portada de su libro de Harry Potter si va en la combi y no quiere que lo vean. No escribirá tweets demeritando a lectores y escritores de autoayuda. En ese momento todos los nombres que dije yo y que otras personas le dirán no tendrán relevancia. Porque mientras lea estará conversando, y mientras converse estará viviendo, porque quizá la única forma de ganarle a la muerte sea vivir cien veces.
O quizá también me equivoque, a fin de cuentas me costó dos años llenar apenas cuatro cuartillas.
Imagen superior: Flickr/Christopher